Y llegó el esperado día de Septiembre, el inicio de mis estudios oficiales, era el año 1962, recién había cumplido los cinco años, todo un mozalbete, detrás dejaba las odiadas monjas y su mundo de orejas de burro y bandas. ¡Iluso de mí, no sabía lo que me esperaba!
—¡Te gusta la maleta! —dijo mi madre buscando mi aprobación.
—Es muy bonita, es igual que la de mis hermanos, o sea mamá, ¡que ya soy mayor!
Era una maleta “profesional”, de buen cuero, que durante los venideros años formaría parte de mí equipamiento.
Y con este “bulto”, que de momento estaba vacío, partí hacia el “Colegio Público del Vivero”, el mismo nombre del barrio vecino donde estaba.
En este caso, mi escolta estaba formada por mis dos hermanos y un nutrido grupo de niños de la misma calle; que intencionadamente acudíamos juntos al colegio. Así evitábamos peleas no deseadas con los habitantes de estas “tierras”; es decir, los niños que vivían en este barrio. Pues en aquellos años, a los foráneos, se les recibía a palos, o a ostias; según la edad y tamaño de los mozalbetes. Durante el transcurso del año se iba acumulando odio, que se “expulsaba” en una gran batalla final, celebrada una vez finalizado el curso, sobre el mes de Julio.
Además el hecho de ir todos en la misma caravana, garantizaba que llegáramos de hora.
—¿Ya estamos todos?
—¡Falta Domingo que está enfermo, todos los demás ya están!
—¡Pues venga, para el colegio!
Era el jefe del grupo quien daba las órdenes, que solía ser el mayor de nosotros, en este año los galones eran para Guillermo, que estaba estudiando su último curso, al año siguiente ya con 14 años cumplidos, se pondría a trabajar.
Y bajo su guía, llegamos al colegio sobrándonos tiempo para la hora de entrada, que eran las nueve de la mañana. Un buen rato antes ya estábamos en la zona exterior de recreo, un trozo de calle interrumpida por una gran pared, que estaba allí antes que la vía, nunca llegué a ver acabado el trazado previsto de la misma.