R E L A T O S (FRANCIA)
Julio Verne
R E L A T O S (FRANCIA)
Julio Verne
Julio Verne acertó en sus predicciones del futuro
Sus vaticinios se salieron de las normas sobrepasando los límites del entorno tecnológico de la época
"En el siglo XXIX la jornada de un periodista americano".
Un escritor que no puede faltar en cualquier antología que se preste, es Julio Verne, tomo la valiente decisión de dejar de estudiar la carrera de derecho, como su padre, para dedicarse y vivir de la escritura, cosa solo conseguida por unos pocos en aquella época.
Pero para conseguirlo contó con la colaboración con el editor Pierre-Jules Hetzel, que dio como fruto la creación de "Viajes Extraordinarios", una popular serie de novelas de aventuras escrupulosamente documentadas y visionarias, entre las que se incluían las famosas "Viaje al centro de la Tierra", "Veinte mil leguas de viaje submarino" y "La vuelta al mundo en 80 días."
Julio Verne es el segundo autor más traducido en el mundo, y es considerado, junto con H. G. Wells, el "Padre de la Ciencia Ficción".
Hoy nos toca acercarnos a uno de sus relatos breves y visionarios, "En el Siglo XXIX - La jornada de un periodista americano en el 2890", muestra una visión futurista de los EEUU.
Cuenta la historia de un día en la ocupada vida del dueño del periódico más grande del mundo, el "Earth Herald", cuyas oficinas están en una ciudad bautizada como "Universal City".
Con este argumento inicial, Verne nos brinda una detallada descripción de este mundo futuro, con mil años de proyección, sobre la fecha en que la escribió. Este relato de Verne fue inspirado en un cuento escrito por su hijo Michel, entre octubre y noviembre de 1888. Fue publicado por primera vez en inglés, en el diario "The Forum", de la ciudad de Nueva York, vol. VI, febrero de 1889.
Para situarnos en la época de la primera edición, he recuperado cuatro ilustraciones del conocido dibujante George Roux (Las de en B/N).
Empecemos pues con el relato... (Por T.G.N.)
LA JORNADA DE UN PERIODISTA AMERICANO EN EL SIGLO XXIX (inicio).
... LOS HOMBRES de este siglo XXIX viven en medio de un espectáculo de magia continua, sin que parezcan darse cuenta de ello. Hastiados de las maravillas, permanecen indiferentes ante lo que el progreso les aporta cada día. Siendo más justos, apreciarían como se merecen los refinamientos de nuestra civilización. Si la compararan con el pasado, se darían cuenta del camino recorrido. Cuánto más admirables les parecerían las modernas ciudades con calles de cien metros de ancho, con casas de trescientos metros de altura, a una temperatura siempre igual, con el cielo surcado por miles de aerocoches y aeroómnibus. Al lado de estas ciudades, cuya población alcanza a veces los diez millones de habitantes, qué eran aquellos pueblos, aquellas aldeas de hace mil años, esas París, esas Londres, esas Berlín, esas Nueva York, villorrios mal aireados y enlodados, donde circulaban unas cajas traqueteantes, tiradas por caballos. ¡Sí, caballos! ¡Es de no creer! Si recordaran el funcionamiento defectuoso de los paquebotes y de los ferrocarriles, su lentitud y sus frecuentes colisiones, ¿qué precio no pagarían los viajeros por los aerotrenes y sobre todo por los tubos neumáticos, tendidos a través de los océanos y por los cuales se los transporta a una velocidad de 1.500 kilómetros por hora? Por último, ¿no se disfrutaría más del teléfono y del telefoto, recordando los antiguos aparatos de Morse y de Hugues, tan ineficientes para la transmisión rápida de despachos?
¡Qué extraño! Estas sorprendentes transforma-ciones se fundamentan en principios perfectamente conocidos que nuestros antepasados quizás habían descuidado demasiado. En efecto, el calor, el vapor, la electricidad son tan antiguos como el hombre. A fines del siglo XIX, ¿no afirmaban ya los científicos que la única diferencia entre las fuerzas físicas y químicas reside en un modo de vibración, propio de cada una de ellas, de las partículas etéricas?
Sin embargo, así sucedieron las cosas y fue solamente en 2790, hace cien años, que el célebre Oswald Nyer lo consiguió.
¡Este gran hombre fue un verdadero benefactor de la humanidad! ¡Su genial invención fue la madre de todas las otras! Así surgió una pléyade de innovadores que condujo a nuestro extraordinario James Jackson. Es a este último a quien debemos los nuevos acumuladores que condensan, unos, la fuerza contenida en los rayos solares, otros, la electricidad almacenada en el seno de nuestro globo, aquellos, por fin, la energía que proviene de una fuente cualquiera: vientos, cascadas, ríos, arroyos, etc. También de él procede el transformador que, extrayendo la energía de los acumuladores bajo la forma de calor, de luz, de electricidad, de potencia mecánica. La devuelve al espacio, después de haber obtenido el trabajo.
¡Sí! Es el día en que estos dos instrumentos fueron ideados cuando verdaderamente se origina el progreso. Sus aplicaciones son incalculables. Al atenuar los rigores del invierno por la restitución del exceso de los calores estivales, han ayudado eficazmente a la agricultura. Al suministrar la fuerza motriz de los aparatos de navegación aérea, han permitido que el comercio se desarrollara magníficamente. A ellos se debe la producción incesante de electricidad sin pilas ni máquinas, de luz sin combustión ni incandescencia y, por último, de una inagotable fuente de trabajo, que ha centuplicado la producción industrial.
¡Pues bien! Vamos a encontrar al conjunto de estas maravillas en una mansión incomparable, la mansión del Earth Herald, recientemente inaugurada en la avenida 16823 de Universal City, la actual capital de los Estados Unidos de las dos Américas.
En cuanto a los clientes no suscriptos, se sabe que por unos centavos toman conocimiento del ejemplar del día en las innumerables cabinas fonográficas.Si el fundador del "New York Herald", Gordon Bennett, volviera a la vida hoy, ¿qué diría al ver este palacio de mármol y oro, que pertenece a su ilustre nieto, Francis Bennett? Veinticinco generaciones se sucedieron y el "New York Herald" se mantuvo en la distinguida familia de los Bennett. Hace doscientos años, cuando el gobierno de la Unión se trasladó de Washington a Universal City, el periódico lo siguió —a menos que el gobierno haya seguido al periódico— y tomó el nombre de "Earth Herald".
Que no se piense que haya declinado bajo la administración de Francis Bennett. ¡No! Su nuevo director, por el contrario, iba a infundirle una energía y una vitalidad sin paralelos al inaugurar el periodismo telefónico. Conocemos este sistema, llevado a la práctica por la increíble difusión del teléfono. Todas las mañanas, en lugar de ser impreso, como en los tiempos antiguos, el "Earth Herald" es "hablado": es en una rápida conversación con un reportero, un político o un científico, que los abonados se informan de lo que puede interesarles.
Esta innovación de Francis Bennett revitalizó el antiguo periódico. En algunos meses su clientela ascendió a ochenta y cinco millones de abonados y la fortuna del director aumentó gradualmente hasta los treinta mil millones, cifra altamente superada en la actualidad.
Felizmente, los hombres de hoy son de constitución más robusta, gracias al progreso de la higiene y de la gimnasia, que ha hecho elevar de treinta y siete a cincuenta y ocho años el promedio de la vida humana, gracias también a la presencia de los alimentos científicos, mientras esperamos el futuro descubrimiento del aire nutritivo, que permitirá nutrirse... sólo con respirar.
Y ahora, si les interesa conocer todo lo que constituye la jornada de un director del Earth Herald, tómense la molestia de seguirlo en sus múltiples ocupaciones, hoy mismo, este 25 de julio del presente año de 2890.
Francis Bennett se había despertado aquella mañana de muy mal humor. Hacía ocho días que su esposa estaba en Francia. Se encontraba, pues, un poco solo. ¿Es de creer? Estaban casados desde hacía diez años y era la primera vez que Mrs. Edith Bennett, la profesional Beauty, se ausentaba tanto tiempo. Habitualmente, dos o tres días bastaban en sus frecuentes viajes a Europa, y en especial a París, donde iba a comprarse sombreros.
La primera preocupación de Francis Bennett fue, pues, poner en funcionamiento su fonotelefoto, cuyos hilos iban a dar a la mansión que poseía en los Campos Elíseos.
El teléfono complementado por el telefoto, una conquista más de nuestra época. Si desde hace tantos años se transmite la palabra mediante corrientes eléctricas, es de ayer solamente que se puede transmitir también la imagen. Valioso descubrimiento, a cuyo inventor Francis Bennett no fue el último en agradecer aquella mañana, cuando percibió a su mujer, reproducida en un espejo
telefótico, a pesar de la enorme distancia que los separaba. ¡Dulce visión! Un poco cansada del baile o del teatro de la víspera, Mrs. Bennett está aún en cama. Aunque allá sea casi el mediodía, todavía duerme, su cabeza seductora oculta bajo los encajes de la almohada.
Pero de pronto se agita, sus labios tiemblan... ¿Acaso está soñando? ¡Sí, sueña...! Un nombre escapa de su boca: "¡Francis..., querido Francis...!"
Dos minutos después, sin que hubiese recurrido a la ayuda de ningún sirviente, la máquina lo depositaba, lavado, peinado, calzado, vestido y abotonado de arriba abajo, en el umbral de sus oficinas. La ronda cotidiana iba a comenzar. Fue en la sala de folletinistas donde Francis Bennett penetró primero.
Muy vasta, esta sala, coronada por una gran cúpula translúcida. En un rincón, diversos aparatos telefónicos por los cuales los cien literatos del Earth Herald narraban cien capítulos de cien novelas a un público enardecido.
momento. Hágase hipnotizar... ¿Cómo? ¿Usted ya lo hace, me dice...? ¡No lo suficiente, entonces, no lo suficiente!
Habiendo dado esta breve lección, Francis Bennett continúa la inspección y penetra en la sala de reportajes. Sus mil quinientos reporteros, situados entonces ante sendos teléfonos, les comunicaban a los abonados las noticias del mundo entero recibidas durante la noche. La organización de este incomparable servicio se ha descrito a menudo.
Divisando a uno de los folletinistas que tomaba cinco minutos de descanso, le dijo Francis Bennett:
—Muy bueno, mi querido amigo, muy bueno, su último capítulo. La escena donde la joven campesina aborda con su enamorado unos problemas de filosofía trascendente es producto de una finísima observación. Jamás se han pintado mejor las costumbres campestres. ¡Continúe así, mi querido Archibald! ¡Ánimo! ¡Diez mil nuevos abonados, desde ayer, gracias a usted!
—Señor John Last —prosiguió volviéndose hacia otro de sus colaboradores—, estoy menos satisfecho con usted. ¡Su novela no parece verídica! ¡Corre usted muy rápido hacia la meta! ¡Pero bueno!, ¿y los métodos documentales? ¡Es necesario disecar! No es con una pluma que se escribe en nuestra época, es con un bisturí. Cada acción en la vida real es el resultado de pensamientos fugitivos y sucesivos, que hay que enumerar con esmero para crear un ser vivo. Y qué más fácil que servirse del hipnotismo eléctrico, que desdobla al hombre y libera su personalidad. ¡Observe cómo vive usted, mi querido John Last!
Imite a su compañero a quien he felicitado hace un momento. Hágase hipnotizar... ¿Cómo? ¿Usted ya lo hace, me dice...? ¡No lo suficiente, entonces, no lo suficiente!
Habiendo dado esta breve lección, Francis Bennett continúa la inspección y penetra en la sala de reportajes. Sus mil quinientos reporteros, situados entonces ante sendos teléfonos, les comunicaban a los abonados las noticias del mundo entero recibidas durante la noche. La organización de este incomparable servicio se ha descrito a menudo. Además de su teléfono, cada reportero tiene ante sí una serie de computadores que permiten establecer la comunicación con tal o cual línea telefótica. Así los abonados no sólo reciben la narración, sino también las imágenes de los acontecimientos, obtenidas mediante la fotografía intensiva.
Francis Bennett interpela a uno de los diez reporteros astronómicos, destinados a este servicio, que aumentará con los nuevos descubrimientos ocurridos en el mundo estelar.
—¿Y bien, Cash, que ha recibido?
—Fototelegramas de Mercurio, de Venus y de Marte, señor.
—¿Es interesante este último?
—¡Sí! Una revolución en el Imperio Central, en provecho de los demócratas liberales contra los republicanos conservadores.
—Como aquí, entonces. ¿Y de Júpiter?
—¡Aún nada! No logramos entender las señales de los jovianos. Quizás...
—¡Esto le concierne a usted y lo hago responsable, señor Cash! —respondió Francis Bennett, que muy disgustado se dirigió a la sala de redacción científica.
Inclinados sobre sus calculadoras, treinta sabios se absorbían en ecuaciones de nonagésimo quinto grado. Algunos trabajaban incluso con fórmulas del infinito algebraico y del espacio de veinticuatro dimensiones como un escolar juega con las cuatro reglas de la aritmética.
¿Obtenemos resultados con respecto a la Luna...?
—¡No, señor Bennett!
—¡Ah! La Luna está seiscientas veces más cerca que Marte, con el cual, no obstante, nuestro servicio de correspondencia está establecido con regularidad. No son los telescopios los que faltan...
—No, los que faltan son los habitantes —respondió Corley con una fina sonrisa de sabio.
—¿Se atreve a afirmar que la Luna está deshabitada?
—Por lo menos, señor Bennett, en la cara que nos muestra. Quién sabe si del otro lado...
—Bueno, Corley, hay un medio muy sencillo para cerciorarse de ello...
—¿Cuál es?
—¡Darle vuelta a la Luna!
Y aquel día los sabios de la fábrica Bennett comenzaron a proyectar los medios mecánicos que debían llevar a la rotación de nuestro satélite.
Antes de abandonar la sala de reporteros, Francis Bennett se acercó al grupo especial de entrevistadores y, dirigiéndose al que estaba encargado de los personajes célebres, preguntó:
—¿Ha entrevistado al presidente Wilcox?
—Sí, señor Bennett, y se publicó en la columna de informaciones que sin duda alguna sufre de una dilatación del estómago y que debe someterse a lavados tubulares de los más concienzudos.
—Perfecto. ¿Y este asunto del asesino Chapmann? ¿Ha entrevistado a los jurados que deben presidir la audiencia?
—Sí, y están todos tan de acuerdo en la culpabilidad que el caso ni siquiera será expuesto ante ellos. El acusado será ejecutado antes de haber sido condenado...
—¿Ejecutado... eléctricamente?
—Eléctricamente, señor Bennett, y sin dolor... se supone, pues aún no se ha dilucidado este detalle.
La sala contigua, vasta galería de medio kilómetro
de largo, estaba consagrada a la publicidad y fácilmente se imagina lo que debe ser la publicidad de un periódico como el Earth Herald. Producía un promedio de tres millones de dólares al día. Gracias a un ingenioso sistema, una parte de esta publicidad se difundía en una forma absolutamente novedosa, debida a una patente comprada al precio de tres dólares a un pobre diablo que está muerto de hambre. Consiste en inmensos carteles, que reflejan las nubes, y cuya dimensión es tal que se los puede percibir desde toda una comarca.
En esa galería, mil proyectores se ocupaban sin cesar de enviar esos anuncios desmesurados a las nubes, que los reproducían en colores.
Pero, aquel día, cuando Francis Bennett entró en la sala de publicidad, vio que los mecánicos estaban de brazos cruzados cerca de los proyectores inactivos. Se informa... Por toda respuesta, le muestran el cielo de un azul puro.
Pero, aquel día, cuando Francis Bennett entró en la sala de publicidad, vio que los mecánicos estaban de brazos cruzados cerca de los proyectores inactivos. Se informa... Por toda respuesta, le muestran el cielo de un azul puro.
—¡Sí! ¡Buen tiempo —murmura— y la publicidad aérea no es posible! ¿Qué hacer? ¡Si no se tratase más que de lluvia, podríamos producirla! ¡Pero no es lluvia, sino nubes lo que necesitamos!
—Sí... hermosas nubes muy blancas —respondió el mecánico jefe.
—Bueno, señor Samuel Mark, se dirigirá usted a la redacción científica, servicio meteorológico. Les dirá de mi parte que se pongan a trabajar en el asunto de las nubes artificiales. Verdaderamente no podemos quedarnos así, a merced del buen tiempo.
Dieron las doce en ese momento. El director del Earth Herald terminó la audiencia con varios embajadores de los países más importantes con un ademán, abandonó el salón, se sentó en un sillón de ruedas y llegó en pocos minutos a su comedor, situado a un kilómetro de allí, en el extremo de su mansión.
La mesa está servida. Francis Bennett ocupa su lugar. Al alcance de su mano está dispuesta una serie de grifos y, ante él, se redondea el cristal de un fonotelefoto, sobre el cual aparece el comedor de su mansión de París. A pesar de la diferencia horaria, el señor y la señora Bennett convienen en tener sus comidas al mismo tiempo. Nada más encantador que almorzar así, frente a frente, a mil leguas de distancia, viéndose y hablándose por medio de aparatos fonotelefóticos.
Pero en este momento la sala en París está vacía.
—Edith estará retrasada —se dice Francis Bennett—. ¡Oh, la puntualidad de las mujeres! Progresa todo, menos eso...
Y haciéndose esta muy justa reflexión, abre uno de los grifos.
Como todas las personas acomodadas de nuestra época, Francis Bennett, renunciando a la cocina doméstica, es uno de los abonados a la Gran Sociedad de Alimentación a Domicilio.
Esta sociedad distribuye mediante una red de tubos neumáticos manjares de toda clase. Este sistema es costoso, sin duda, pero la cocina es mejor y tiene la ventaja de suprimir la exasperante raza de los cocineros de ambos sexos.
Así que Francis Bennett almorzó solo, no sin pesar, y estaba terminando su café cuando Mrs. Bennett, que volvía a su residencia, apareció en el cristal del telefoto. Mantuvieron una corta conversación y al finalizar Francis Bennett besó la mejilla de Mrs. Bennett sobre el cristal del telefoto y se dirigió a la ventana, donde esperaba su aerocoche.
—¿Adónde va, señor? —preguntó el aerocochero.
—Veamos; tengo tiempo— respondió Francis Bennett—. Condúzcame a mis fábricas de acumuladores del Niágara.
El aerocoche, admirable máquina, basada en el principio de lo más pesado que el aire, se lanzó a través del espacio con una velocidad de seiscientos kilómetros por hora. Bajo sus pies desfilaban las ciudades y sus aceras móviles que transportaban a los peatones a lo largo de las calles, los campos recubiertos de una inmensa telaraña, la red de hilos eléctricos.
En media hora Francis Bennett había llegado a su fábrica del Niágara. Luego de finalizar su visita, volvió por Filadelfia, Boston y Nueva York a Universal City, donde su aerocoche lo dejó a las cinco de la tarde.
Había una muchedumbre en la sala de espera del Earth Herald. Acechaban el regreso de Francis Bennett para la audiencia diaria que concedía a los solicitantes. Eran inventores que mendigaban fondos, empresarios que proponían negocios, todos dignos de ser atendidos. Tras escuchar las diferentes propuestas, había que elegir, rechazar las malas, examinar las dudosas, aceptar las buenas.
Unos fueron despachados al momento, pues sus ideas estaban obsoletas y anticuadas.
Otros recibieron mejor acogida y primeramente un joven, cuya amplia frente anunciaba una profunda inteligencia.
—Señor —dijo—, si antiguamente se calculaban en setenta y cinco los cuerpos simples, este número se ha reducido actualmente a tres, ¿sabe usted?
—Perfectamente —respondió Francis Bennett.
—Bien, señor, estoy a punto de reducir estos tres a uno solo. Si no me falta el dinero, en algunas semanas lo habré logrado.
—¿Y entonces?
—Entonces, señor, lisa y llanamente habré determinado lo absoluto.
—¿Y la consecuencia de este descubrimiento?
—Será la creación sencilla de cualquier materia, piedra, madera, metal, fibrina...
—¿Entonces pretendería usted llegar a fabricar una criatura humana...?
—Absolutamente... Sólo le faltará el alma...
—¡Cómo no! —respondió irónicamente Francis Bennett, que, sin embargo, incorporó al joven químico a la redacción científica del periódico...
—Sabe, señor —le dijo otro postulante—, que, gracias a nuestros acumuladores y transformadores solares y terrestres, hemos logrado uniformar las estaciones. Transformamos en calor una parte de la energía de que disponemos y enviamos este calor a las regiones polares, donde fundirá los hielos...
—Déjeme sus planos —respondió Francis Bennett— y vuelva en una semana.
Por fin, un cuarto sabio llevaba la noticia de que una de las cuestiones que apasionaban al mundo entero iba ser resuelta esa misma noche.
Se sabe que un siglo atrás una temeraria experiencia había atraído la atención pública sobre el doctor Nathaniel Faithburn. Partidario convencido de la hibernación humana, es decir, de la posibilidad de suspender las funciones vitales y posteriormente hacerlas renacer luego de cierto tiempo, se había decidido a experimentar sobre sí mismo la excelencia del método. Después de haber indicado mediante testamento ológrafo las maniobras adecuadas para volverlo paulatinamente a la vida dentro de cien años, fue sometido a un frío de 172 grados; reducido entonces al estado de momia, el doctor Faithburn fue encerrado en una cripta por el periodo convenido.
Ahora bien, era precisamente ese día, 25 de julio de 2890, cuando el plazo expiraba. Vinieron a proponerle a Francis Bennett que la resurrección esperada con tanta impaciencia se celebrase en una de las salas del Earth Herald. De este modo el público podría estar al tanto de la situación segundo a segundo. La propuesta fue aceptada.
Bennett aprovecho para descansar unas horas antes
—¿Quién es? —dijo, girando un conmutador colocado bajo su mano.
Inmediatamente, por una sacudida eléctrica producida en el éter, el aire se volvió luminoso.
—¡Ah! ¿Es usted, doctor? —dijo Francis Bennett.
—Soy yo —respondió el doctor Sam, quien venía a hacer su visita diaria... del abono anual—. ¿Cómo se encuentra?
—Bien.
—Tanto mejor... Veamos su lengua.
Y la observó bajo el microscopio.
—Bien...
Mientras esperamos, doctor, acompáñeme a cenar.
Durante la comida, la comunicación fonotelefótica fue establecida con París. Esta vez, Edith Bennett estaba sentada a la mesa y la cena, entremezclada con los chistes del doctor Sam, fue fascinante. Luego, apenas terminaron:
—¿Cuándo calculas regresar a Universal City, mi querida Edith? —preguntó Francis Bennett.
—Voy a partir al instante.
—¿Por el tubo o el aerotren?
—Por el tubo.
—Hasta pronto, entonces, y, sobre todo, no pierdas el tubo.
Estos tubos submarinos, por los cuales se venía de Europa en 295 minutos, eran preferibles a los aerotrenes, que sólo iban a 1.000 km. por hora.
Su presencia fue reclamada en la sala de experimentación. De inmediato se dirigió a ella y fue recibido por un numeroso cortejo de sabios, quienes se hallaban junto al doctor Sam.
Allí está el cuerpo de Nathaniel Faithburn, en su ataúd, que se halla colocado sobre caballetes en medio de la sala.
Se activa el telefoto y el mundo entero va a poder seguir las diversas fases de la operación.
Se abre el féretro... Se saca a Nathaniel Faithburn... Todavía parece una momia, amarillo, duro, seco. Suena como la madera... Se lo somete al calor... a la electricidad... Ningún resultado... Se lo hipnotiza... Se lo sugestiona... Nada puede vencer este estado ultracataléptico...
—¿Y bien, doctor Sam? —pregunta Francis Bennett.
El doctor Sam se inclina sobre el cuerpo, lo examina con la mayor atención... Le introduce por medio de una inyección hipodérmica algunas gotas del famoso elixir Brown–Séquard, que aún está de moda... La momia está más momificada que nunca.
—Bien —responde el doctor Sam—, creo que la hibernación se ha prolongado en demasía...
—¿Y entonces?
—Entonces, Nathaniel Faithburn está muerto.
—¿Muerto?
—¡Tan muerto como se lo puede estar!
—¿Puede decir desde cuándo?
—¿Desde cuándo? —respondió el doctor Sam—. Desde el momento en que ha tenido la nefasta idea de hacerse congelar por amor a la ciencia...
—¡Vamos —dijo Francis Bennett—, he aquí un método que necesita ser perfeccionado!
—Perfeccionado es la palabra —respondió el doctor Sam, mientras la comisión científica de hibernación se llevaba su fúnebre paquete.
Francis Bennett, seguido por el doctor Sam, volvió a su habitación y, como parecía muy fatigado después de una jornada tan atareada, el médico le aconsejó tomar un baño antes de acostarse.
—Tiene razón, doctor... Así me repondré...
—Completamente, señor Bennett, y si lo desea, voy a ordenar al salir...
—No es necesario, doctor. Hay siempre un baño preparado en la mansión y ni siquiera tengo que molestarme en ir a tomarlo fuera de mi habitación. Mire, con sólo tocar este botón, la bañera va a ponerse en movimiento y la verá presentarse ella sola con el agua a la temperatura de treinta y siete grados.
Francis Bennett acababa de presionar el botón. Un ruido sordo brotaba, crecía, se intensificaba... Luego, se abrió una de las puertas y apareció la bañera, deslizándose eléctricamente sobre sus rieles.
¡Cielos! Mientras el doctor Sam se cubre la cara, unos grititos de pudor y espanto se escapan de la bañera...
Habiendo llegado hacía media hora a la mansión por el tubo transoceánico, Mrs. Bennett estaba dentro...
El día siguiente, 26 de julio de 2890, el director del Earth Herald volvía a comenzar su ronda de veinte kilómetros a través de sus oficinas y a la noche, cuando operó su totalizador, estimó los beneficios de aquella jornada en doscientos cincuenta mil dólares: cincuenta mil más que la víspera.
¡Qué buena ocupación, la de periodista a fines del siglo veintinueve!
FIN
Las imágenes proceden de dos fuentes:
1/. Del ilustrador habitual de Verne, el francés George Roux (1853-1929)
2/. Extraidas de la colección "En L'An 2000" (En el año 2000, también vagamente traducido como Francia en el siglo XXI) una serie de imágenes francesas que representan los avances científicos imaginados como logrados en el año 2000. Al menos 87 fueron producidas por artistas como Jean-Marc Côté.
Un reportaje de “La Bibliotecaria” para Queseenteren
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